Comentario sobre Waleska Solanas, manifiesto anti-hombres







Fue en la “carnicería punk” –el taller MODA Y PUEBLO- donde entretejí mis primeras afecciones políticas entre cuerpo, escritura y activismo. La resistencia en la escritura que ahí aprendí me significó un lugar que pocas veces uno se siente cómodo en habitar, porque simplemente, como Waleska Solanas, estamos en “ninguna parte”, condenadas a no tener un lugar, y nos cuesta esa cómoda sensación de pertenencia. Pero sobrevivir en manada y escribiendo ha sido hasta hoy una de las mejores formas de resistir con placer y con el fracaso desdramatizado. Escribirse una vida, trazarse identidades, tejer ficciones autobiográficas o invocar como un hechizo poético, como un verbo maldito que parece mentira plasmada en una página, genera tanta realidad viciosa como esta que estamos a punto de contagiarnos gracias al corcheteo porfiado de Diego Ramírez y la escritura travesti flaite de Jordán Véliz.

En tiempos de plusvalía identitaria con travestismos hiperglamurosos, lo flaite, lo poblacional tiene un nuevo sentido. Podria ser el fetiche de lo marginal que hasta el noticiero de la tele sabe explotar para subir su rating, pero no solo es eso; sino que también ese compromiso político con la basura, con la fealdad, con el asco y la pobreza pop que nos cruza a tantas en esta escritura, sobre todo en las que hemos transitado por esa carnicería donde se escribe sin piedad con nuestro propio resentimiento. Porque no somos la escritura burguesa que tiene mucho que enseñar con sus métricas perfectas y sus frases hipercuidadas. A las flaites la educación se nos fue arrebatada y se nos ha devuelto una versión neoliberal de lo que se supone “saber”. Nos queda la calle porque es lo que tenemos a mano, no porque seamos anarquistas predicadoras, nos queda la basura, el maquillaje barato, los bailes de axé y todo ese imaginario popular romántico televisivo que heredamos de nuestras madres, pero no por fascinación burguesa con lo opaco de la pobreza, sino porque es lo que tenemos a mano para construirnos una voz, varias voces, algún discurso que nos organice la rabia inconmesurable que nos ha acompañado toda la vida y hasta el fin de los tiempos.

“Waleska Solanas, manifiesto anti-hombres” es un fracaso político y es desde ese fracaso de donde varias escribimos. No con el éxito de un discurso perfectamente pronunciado, sino con el fracaso de saberse anti-hombre y a la vez desearlos con toda la fuerza de un esfínter que quiere tragarse al mundo para vomitarlo, para contagiarlo, para vengarse en esa contradictoria forma de odiar lo que se desea, de ser supuestamente hombre y odiarse para poder sobrevivir con la pichula entre las piernas. Escribir contra sí mismo, autodestruirse para transformar esa realidad viril que se nos impone e imaginar otro cuerpo, otra vida, otro nombre para emancipar el drama de ser lo que odiamos ser.

Me gusta que Waleska Solanas sea más Waleska que Solanas. Esa poética de la contradicción me parece importante reivindicarla en un espacio que muchas veces puede jactarse de esencialista, exigiendo coherencias, una linealidad inequívoca como los machitos de izquierda, como cierto feminismo mesiánico:

“Me gusta Waleska porque soy de pobla. Pobre y flaite, como la Waleska del Circo de las Montini, la que no sabía de quién quedó embarazada. Así quiero ser yo, embarazarme y no saber de quién, acostarme con todos los maricones picaos a hétero.”

No necesitamos de la referencia docta para ser anti-hombres, pero no nos cuesta la reapropiación. Nuestra biografía como “hombres” (entre comillas) en un mundo para hombres (sin comillas) nos da suficiente potencia resentida para querer decapitar todo falo que se presente orgulloso. Es el padre torturador de la intimidad familiar lo que nos hace crecer odiando eso que, accidentalmente o no, también deseamos. Porque el mundo, el patriarcado, todo este engranaje nos configura para desear ese falo que podría ser un edificio en el barrio alto de Santiago, que podría ser el héroe de una patria esculpida por hombres, que podría ser el mesías que nos salvará a todas las victimas con su sobreprotección sospechosa. Mi madre y yo estuvimos enamoradas del mismo hombre que nos torturó durante años por no obedecerle y, sin embargo, al igual que la Waleska Solanas:

“una se entrega mojándose entera al verles esa lengua musculosa moviéndose en la oscuridad de las bocas, a una le da como una cosquilla debajito de la guata, como un picor tenso por ahí detrás, te lo imaginas haciéndote cariño una noche, soplándote los ojos en las mañanas para despertarte, acariciándote con el cosito dormido para que te den ganas de despertárselo con un baile al ritmo de una cumbia norteña”.

Como una tragedia caliente de la travesti deseando ser violada por quien terminará asesinándola, nuestra biografía como maricas amujeradas nos ha enseñado a no confiar de lo que deseamos. Ser un maricon amujerado en un mundo que reivindica el “ser hombre” bajo un signo violento y todopoderoso, como Dios, como la guerra, como la colonización y esa inevitable hostilidad, es un atentado al falo, que avergüenza a las familias, a un país entero que se erecta cuando la musculatura, la fuerza, esa dominación que debe caracterizar un cuerpo con pene se vuelve un carnaval de identidades dislocadas, aberrantes, debiluchas pero calientes y travestidas de lo que no son según la estructura sexual de la normalidad. Pero nuestra pichula entre las piernas no dice nada del signo del “ser hombre”. Lo que nos cuelga no nos configura totalmente porque para ser hombre no basta con tener pene o, al revés, para dejar de ser hombre no basta con cortarse la pichula. Nuestra supuesta virilidad es como la Waleska. Ni siquiera una travesti dorada de maquillaje perfecto y cuerpo moderadamente voluptuoso, sino como la Waleska que es guatona, morena y maleducada, un asco y una burla para los machos que esperan siempre del cuerpo femenino el cumplimiento de la imagen que ellos desean. Pero son esos hombres los que también están atrapados en la rabiosa contradicción de desear lo que aborrecen. Mi experiencia como prostituto me ha entregado estos años un sinfín de machos fracasados que a escondidas de su esposa necesitan que un putito se lo meta por todos los orificios para luego ellos llegar a su casa familiar a metérselo a su esposa para no dejar de ser hombre. Como con la Waleska, como con las travestis que cobran por sexo y sus clientes son quienes frente a la familia las aborrecen. Los esposos burgueses, el marido de la pobla, el machito que solo come choro, que solo embaraza hembras, que solo quiere derramar su poder sobre mujeres se disloca cuando le arde el ano mientras una mujer con pichula o un maricon con tetas le rellena el intestino grueso, pero también quiere seguir siendo hombre y lo que desea con su esfínter heterosexual lo odia tanto como la Waleska a los hombres que ha amado. La lógica del patriarcado fluye muy bien con los hombres que no quieren dejar de serlo y resguardan su fracaso viril entre eyaculaciones pagadas y una performance masculina del jefe de hogar, proveedor, dirigente que no puede ni dirigir su propio chorreo. Esa misma heterosexualidad nos cruza con su romanticismo que violenta de forma naturalizada, que dictamina los deseos legitimos que no ensucien la norma, mientras otros deseos se ensucian en la oscura clandestinidad, sobreviviendo de tanto daño por desamor.

Morirse de amor para una travesti flaite como la Waleska no es suficiente. No podemos estar tan jodidas por el patriarcado, por el hombre, por la heterosexualidad amorosa:
    
“Cómo las voy a alejar de mi si no quiero quedarme sola, quiero seguir olvidando el amor que una vez sentí. Quiero dejar de pensar en sus pellejos llenos de pelos, en sus olores de sudor fermentado que tanto me hacen humedecer por ahí abajito en los días que no veo a nadie, porque quiero dejar de amarlos y solo con vuestras risas, solo con vuestras hilachitas hinchadas puedo lograrlo.”

Habemos monstruas que la tragedia del romance nos arrastra como una maldición. La hostilidad inevitable de este régimen político que es la heterosexualidad como hegemonía nos colapsa entre travestis que asesinan travestis por un hombre y la cita de Karen Paola con Ximena Abarca conjurando que ningún hombre merece separarlas, en alianza lésbica, transidentitaria, feminista. Abandonar al hombre como último recurso para salvarnos de morir de amor y entrelazarnos como manada contagiada por ese mismo fracaso de haber deseado lo que nos maltrata y la venganza imparable de matar a cada hombre que nos brote en la cama, en la casa, en nuestro propio cuarto oscuro de carne y nos haga oler a hombre, porque sabemos que hacen daño, desde que fuimos niñas trans adictas a los pedófilos supimos del daño, pero Waleska Solanas ha sido tan monstruosa que de ese mismo daño vuelve su carnaval porno, su arcada calentona para matarlos de a poquito y gozarse hasta que ya no quede cuerpo.

Quizás ahí el transfeminismo es una buena estrategia de sobrevivencia y el activismo sexual de una escritura un arma letal de transformación. Porque el patriarcado nos ha enseñado a amar lo que debemos destruir y la soledad romántica es un vicio burgués. Y como hermoso dice la Waleska Solanas, las travestis flaites tenemos que ayudarnos y “Entre todas los vamos a descuartizar y haremos banderas con sus pieles.”

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